
—Escuche, que en cifra te diré mis males. El capitán y señor de este navío se llama Arnaldo; es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino, por diferentes y extraños acontecimientos, una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a mi parecer de tanta hermosura que, entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discreción iguala a su belleza y, sus desdichas, a su discreción y a su hermosura; su nombre es Auristela; sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado. Esta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y con tanta veras la amó y la ama, que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa, y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían; pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de corsarios y la robaron y llevaron no se sabe adónde.
