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Por: Belén Colombo

Corré y que no te vean

El veinte de octubre de dos mil veintiuno no murió mi esencia, ya lo había hecho meses atrás. Pero, aquel día, decidí ponerle fin a todo lo que había pasado, supe que ya era tiempo de terminar con el sufrimiento. Ese sufrimiento tenía nombre, las personas lo llaman Trastorno Límite de Personalidad.

Para ellos era un peligro pero, para mí, era mi única compañía desde que apareció. Ya estaba tomando mucho poder sobre mi vida, hasta me sentía controlada por él. Tanto que él decidió terminar con mi vida.

De todas formas, volví a abrir los ojos, volví a afrontar la realidad y a despertar pero, ya no era en mi cuarto, sino era la camilla de un hospital.

Después de un largo tiempo de espera, me subieron a una ambulancia y llegué a donde sería mi infierno. Parecía una cárcel con esos barrotes de hierro en la puerta del frente y ventanas con rejas del mismo material. Sin embargo, no era lo que yo creía, sino que era una clínica psiquiátrica.

Al entrar allí, una enfermera me recibió, analizó y revisó las pocas pertenencias que tenía y me hizo pasar a una habitación. Por dentro tenía el mismo aspecto que por afuera, cerrado y sin lugar para escapatorias o, eso creía. Acomodé mis cosas en un pequeño placard y al rato me llamaron para ir a almorzar.

Al entrar al comedor me sentí observada y juzgada, debía ser por todas esas marcas de cortes que tenía en la piel o por mi mal aspecto de no haberme bañado durante días. Después de pasar por la pasarela, decidí sentarme en la mesa de la esquina. Una vez allí, se me acercó la misma enfermera y me dio un medicamento. La miré raro, porque yo nunca había sido medicada, ni cuando me habían diagnosticado con TLP. Entonces, mi humor cambió de “asustada” a “enfurecida” en un solo segundo. Salté de la mesa y le grité advirtiéndole que no tomaría aquellas pastillas. No lo pensé dos veces y salí corriendo a mi habitación y trabé la puerta con una silla que había allí junto con un escritorio.

Entre los gritos de las enfermeras y de los terapeutas, pidiéndome que abriera la puerta, decidí sacar de mi corpiño una pequeña cuchilla que ocultaba siempre para “casos especiales”. Sin darme cuenta, en menos de un minuto, mi brazo ya estaba todo cortado. Las enfermeras no tardaron mucho en poder abrir la puerta y romper la silla. Tan rápido como lo hicieron, me sedaron para que me tranquilizara y quedara dormida

Apenas me despierto y recupero la conciencia, me detuve a reflexionar. Habré estado al menos una hora pensando en cómo escapar de la clínica ya que me aterraba el hecho de estar encerrada en un lugar desconocido y donde mi trastorno y yo no podíamos ser libres. Sin embargo, mis pensamientos se cortaron cuando una enfermera entró al cuarto para revisar si había despertado. Necesitaba más tiempo para seguir pensando, así que cerré los ojos y me volteé para hacerle creer que seguía dormida.

En cuanto se fue, me saqué las zapatillas para no hacer ruido al caminar y salí de la habitación para recorrer el lugar ya que aún no lo había hecho. Me escabullí entre las habitaciones de los otros pacientes hasta llegar a los consultorios y la enfermería. Entre ellas había una puerta blanca de metal, la cual desconocía a dónde llevaría. Me acerqué e intenté abrirla pero estaba cerrada.

De repente se escuchan los pasos de una enfermera. Intenté esconderme pero no pude. Entonces, nuestras miradas se cruzaron pero no reconocí su rostro. Intenté empezar a recordar y me di cuenta que era la enfermera del turno tarde. Estaba preocupada de que ella supiera quién era yo pero, no me reconoció. Pensé que me exigiría que volviera al cuarto, sin embargo, me preguntó si quería salir al patio. Fue en ese instante que entendí que esa puerta blanca era la que daba al jardín. Sin dudarlo, le dije que sí, pensando que podría salir sola y buscar así una salida que me llevara fuera de este lugar. En cambio, agarró un teléfono de línea e hizo un llamado. Luego de unos pocos minutos, apareció un hombre y recién ahí la enfermera nos abrió la puerta.

Al salir, vi un patio que concordaba con el aspecto del lugar, cerrado y sin escapatoria. Empezamos a caminar, miré cada detalle y analicé las posibles salidas. El hombre era muy molesto, yo sólo quería observar cada detalle, pero él me desconcentraba hablando, preguntándome cosas que no iba a responder. Escuchando a medias lo que me decía, descubrí que era un acompañante terapéutico y para poder salir a espacios abiertos era condición que estuviera conmigo. Tan rápido como salimos, la enfermera nos pidió que volviéramos a entrar.

Parte de atrás del patio

Una semana después ya había encontrado una salida y lo tenía todo planeado. Al despertarme por la mañana, fui a avisarle a una enfermera que me dolía mucho el estómago y que me quedaría en cama sin desayunar. Cuando llegó la hora del desayuno, esperé a que todos se dirigieran al comedor, inclusive las enfermeras, para ir a la enfermería y tomar la llave de emergencia. Días atrás mientras planeaba mi escape, había estado atenta y había descubierto dónde se encontraban las llaves de la puerta del patio. Así fue como me enteré que tenían una segunda copia en el escritorio de la enfermería.

Cuando ya tenía las llaves, abrí la puerta que daba al patio y corrí rápido hacia el quincho que estaba ubicado en un costado. En él había pesas, mancuernas y otros elementos que se usaban en el taller de recreación. Tomé rápido las pesas y fui hacia una reja que era apenas un poco más alta que yo. De repente, escucho que se abre la puerta blanca a lo lejos. Rápidamente corro hacia atrás de un árbol y espero para ver mejor que era lo que estaba sucediendo. Sólo era una enfermera que había salido a fumar pero, como estaba lejos, continué con mi plan. Apilé las pesas, una arriba de la otra, y me subí sobre ellas.

Al treparme de la parte superior de las rejas, las pesas se cayeron. Al aparecer, la mujer había escuchado el ruido y se asomó para ver de dónde provenía. Mientras tanto, yo seguía colgada, sólo haciendo fuerza con mis brazos. Al voltearme veo a la enfermera, que ya me había descubierto, acercarse rápidamente. Entonces comenzó a sonar una alarma en toda la clínica y rápidamente comprendí que habría sido por mi culpa. Al ver que muchos enfermeros empezaron a llegar a donde estaba yo terminé de trepar la reja y luego salté hacia afuera de la clínica.

Del otro lado había una bosque, así que sólo corrí hacia allí escondiéndome entre los árboles hasta que perdí todo rastro de los enfermeros y la policía que habían llegado a buscarme. Una vez más me había salido con la mía y volvimos a ser sólo nosotros dos, mi trastorno y yo.

Fin