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Colegio San José - 5° año A y B - Prof. Guadalupe Alvarez - 2022
Leer para escribir
Taller de escritura creativa
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Taller de escritura creativa

Leer para escribir

Colegio San José - 5° año A y B - Prof. Guadalupe Alvarez - 2022

¿Cómo es el proceso del taller?

Leemos a Cortázar

¡A escribir!

Leemos microrrelatos

Para finalizar la unidad sobre "Culturas precolombinas", leímos el cuento "La noche boca arriba" de Julio Cortázar. Luego, recordamos entre todos las características del cuento fantástico y reconocimos las particularidades de lo fantástico en este autor.

Para continuar con la aventura creativa, leímos microrrelatos de autores latinoamericanos, reconocimos las características de este tipo de narración e intentamos otorgarle sentido a las lecturas (¡Sí! ¡Tienen algo enigmático que los relacionan con lo fantástico!).

En grupos, escribieron cuentos fantásticos breves.

"La noche boca arriba"

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. En https://ciudadseva.com/texto/la-noche-boca-arriba/ Recuperado el 24/8/2021

Julio Cortázar

El dinosaurio, de Augusto Monterroso Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Calidad y Cantidad, de Alejandro Jodorowsky No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga

Toque de queda, de Omar Lara —Quédate, le dije. Y la toqué.

La manzana, de Ana María Shua La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de gravedad.

Amenazas, de William Ospina -Te devoraré -dijo la pantera. -Peor para ti -dijo la espada.

Sueño de la mariposa, de Chuang Tzu Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Mensaje, de Thomas Bailey Aldrich Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.

Los microrrelatos nos llevan a imaginar mucho más de lo que dicen...

Consigna: En grupos de dos a cuatro personas, escriban un cuento fantástico breve inspirados en un microrrelato. Pueden incluirlo en su cuento o dejarse llevar por la imaginación y escribir algo novedoso a partir de él.

Estamos trabajando rasgos del cuento fantástico: este tipo de relatos tiene como escenario un mundo cotidiano en el que irrumpe un hecho sobrenatural. Este hecho causa vacilación, es decir, duda sobre cómo explicarlo, sin que se resuelva en el mismo cuento. (Todorov, 2006)

Ella era una mujer normal, con un hogar normal y un marido normal con el cual compartía una copa de vino todas las noches tras sus largos días de trabajo, sentados en su largo diván color azabache. Ambos eran personas sencillas, como cualquiera de entre las ochocientas mil millones que habitaban en el mundo. Sin embargo, su rutina iría perdiendo cotidianeidad a medida que esa cifra decrecía en picada. La Gloria Eterna era algo que todo ser humano siempre había anhelado conseguir, incluso aunque el precio implicara eliminar a todo el resto de la humanidad. Este sería el día en el que los hombres pelearían cual tigre hambriento para alcanzar el premio mayor, que únicamente se otorgaría al último individuo que quedara en pie. De un momento a otro sólo quedaban cinco personas sobre la faz de la tierra. Se escuchó el sonido de un disparo a lo lejos; ahora eran cuatro. Otro grito desgarrador irrumpió la calma del inquietante silencio; ahora eran tres. Al finalizar el día, la dama y su esposo se hallaban sentados en el mismo sillón, pero esta vez en compañía de un aura casi tan oscura como el azabache de su sofá. Como de costumbre, sirvieron el uno al otro una copa de vino, el cual esta vez se percibía de un tono rojo más intenso por la sangre que corría por las calles como un caudaloso río. Hicieron un brindis, que sería el último de los que habían compartido desde el inicio de aquella tradición. Ambos acercaron sus labios al frágil cristal de la copa y tomaron un sorbo simultáneamente, anticipándose a lo que creían que ocurriría con una sonrisa de sádica satisfacción. Sus cuerpos pronto cayeron tendidos sobre el suelo con un resonante sonido. Aunque en aquella relación ya no quedaba ni una gota de amor ni deseo por el bienestar del otro, seguían complementándose tan perfectamente como para haber tenido la misma idea. Sus almas abandonaron sus cuerpos justo al mismo tiempo, sintiendo sus corazones marchitarse lentamente. Ahora no quedaban más personas en el mundo, y las reglas del juego sanguinario nunca habían mencionado qué ocurría en caso de empate. Cande P., Romanella V. y Luciana G.

La pantera salió a cazar, ya que hacía mucho no encontraba comida por, justamente, la escasez de esta. En ese momento estaba medio cansada, después de todo, no había tenido una noche de un sueño muy conciliador ni había tenido alimento hace varios días. Salió un poco meditabunda en busca de un ratón, una serpiente, un pájaro, un ciervo o lo que fuera que se le cruzara. Hacía calor y podía sentir la humedad recorriendo su piel. No era una sensación muy placentera, ya fuera por el calor, el hambre o el sueño, pero decidió seguir en busca de ese alimento que tanto anhelaba. Trató de cazar un ratón, pero este era demasiado rápido como para atraparlo en las condiciones en las que estaba. Trató de cazar un ciervo, pero este empezó a saltar y a correr tan rápido que no dejó que la pantera con sus pocas energías pudiera alcanzarlo. Ya con sus ánimos por el suelo, trató de cazar una serpiente, pero para el infortunio de la pantera, la víbora la mordió ferozmente y el felino lentamente empezó a caer al suelo hasta quedar en un estado de inconsciencia. Con un escalofrío que le recorre la espalda, se despertó de un profundo sueño que tenía. Tenía hambre, entonces decidió volver a salir en busca de una presa. Tenía mucha necesidad de encontrar alimento, realmente lo necesitaba. Entonces, buscó y buscó en la selva sin ningún resultado. De pronto, escucha un ruido estruendoso. No eran ni más ni menos que cazadores con una vasta experiencia en su arte de manejar espadas y pistolas para acechar todo lo que se les interpusiera en su camino. La pantera se acercó lentamente, con un miedo sobrenatural que no podía explicar. No podía sentir olores, no podía siquiera saber por qué había despertado en un principio de ese horrible sueño, pero allí estaba, en la jungla con un puñado de cazadores expertos. Entonces, se le acerca uno de los cazadores, pero él no hablaba, sino que era su espada la que se comunicaba. –Tengo que matarte para que mi patrón no se enoje. De lo contrario, será fundida como metal de desecho. Pero la pantera reaccionó con su impulso y dijo: –Te devoraré. La espada respondió: –Peor para ti. Entonces, la pantera salió corriendo y también el cazador junto a su espada en persecución del felino. Debido a sus escasas energías, durante la persecución la pantera empezó a sentir cómo sus patas empezaban a temblar, cómo su pulso se comenzaba a acelerar, y de la nada, se desmaya. Se despertó medio confusa, no sabía lo que estaba pasando. Cuando logra tomar conciencia de lo que había vivido se da cuenta que era, ni más ni menos, un vago reflejo de su realidad. Algo tan real que no podía ser la vida real, sino que un sueño, pero para su desgracia allí estaba la espada. Estaba muy cerca de la pantera, tan cerca de su cuello que si se acercaba unos centímetros más hubiera muerto. Agus MC., Azul I., Lara M. y Martín L.

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta. La mujer aterrorizada se acerca sigilosamente hacia la ventana: como era de esperarse, no había nada. Más tarde el ruido vuelve a repetirse, pero esta vez, con más intensidad. Era distinto, el picaporte se movía bruscamente, como si fuera forcejeado; las ventanas temblaban como si se acercara un huracán y un terrible rugido se hacía escuchar a kilómetros. La mujer corrió desesperada a esconderse debajo de su cama donde se sentía segura. De pronto, siente como si alguien tironeara de sus piernas; luego se da la vuelta y se encuentra con algo que nunca antes había visto en su vida, era un ser extraño, con escamas y un olor peculiar, media dos metros y tenía unas grandes garras. La mujer con mucho temor le pregunta qué quería, pero este ser hablaba un idioma que ella no comprendía, era inexistente. Mientras trataba de entender lo que la criatura decía, las luces se apagaron repentinamente y sintió un fuerte pitido en sus oídos que la hizo desmayar. Se despertó desorientada alrededor de una multitud de enfermeras. María DS., Dolo B., Ana B. y More A.

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta. La mujer se asusta porque ella era la única persona que quedaba en el mundo… o no. En ese momento la mujer decidió mirar por la mirilla, pero como era de esperarse no encontró nada. Cuando anochecía este sonido se volvió a escuchar, pero parecía que se había hecho desde el interior de la casa. La mujer aterrorizada fue corriendo hasta el sótano donde pensaba que se encontraría segura, aunque esta no fue una buena decisión porque quedó encerrada allí y se cortó la luz. Los ruidos continuaban escuchándose cada vez más cerca. Cuando los ruidos y chillidos parecían que no pararían, de la nada se detuvieron. Hubo un silencio en el que pareció que se había parado el tiempo. Entonces se abrió la puerta del sótano y apareció un monstruo gigante que era indescriptible y asustó a la mujer haciendo que se desmaye. Más tarde la mujer se despertó en su cama y no recordó nada. Todo parecía haber sido una pesadilla o por lo menos ella pensaba eso. Fede C., Andrés B., Juan C. y Dante T.

La feria de todas las primaveras había vuelto a abrir y Elena, una mujer de veinte años, había decidido pasar por ella en busca de ropa de segunda mano, ya que ella se dedicaba a rediseñarla a su gusto para luego revenderla. Al no encontrar lo que estaba buscando, decide volver a su casa; pero mientras iba caminando, cruza por un puesto en el cual es detenida por un señor de barba larga y blanca, pelo oscuro y baja estatura. -¡Señorita! ¡Señorita!- Gritó el anciano. Pero la muchacha iba tan concentrada en sus asuntos que el hombre decidió volver a llamarla: -¡Señorita! ¡Señorita! -¿Qué pasó? -le respondió ella. -Tengo una oferta para usted. Me llegaron estos huevos del sur de África y si usted se los lleva, se los dejo a un muy buen precio. -No, muchas gracias- le respondió ella con mucha incertidumbre sobre los huevos. -Llévelos, le aseguro que no se arrepentirá-afirmó. Elena muy insegura acepta pagar y llevarse estos supuestos huevos que venían del sur de África sólo para que este señor la deje irse. Al llegar a su casa, abre la heladera para guardarlos porque iban a ser parte de la cena de esa noche y se dirige a su tallercito para seguir con su trabajo. Pero al llegar, nota que uno de los huevos estaba en su mesa junto a la máquina de coser. -¡Qué despistada estoy hoy, me olvidé de guardarlo en la heladera!- exclamó yendo a la cocina y dejándolo nuevamente en la heladera. Elena trabajó día y noche sin parar, hasta que empezó a sentir ruidos extraños dentro de su heladera. Pensó que era producto de su imaginación, debido al cansancio producido por una larga jornada laboral. Entonces decide saltearse la cena e irse a dormir. Al despertarse, se encontró unos ojos grandes y amarillos mirándola fijamente. Empezó a gritar muy desesperada al no entender lo que estaba pasando. El dinosaurio, a causa de sus gritos, fue a esconderse debajo de su cama. Ella se le acercó muy despacito, con cautela, para no ser atacada; pero al contrario, se encontró con que él era muy amigable y juguetón. Esto hizo que su corazón se derritiera y decidiera adoptar al pequeño dinosaurio al que llamó Max. Abril M., Miranda LLC. y Ana R.

Una calurosa tarde de verano, Chuang Tzu fue a comprar frutas para hacer una deliciosa ensalada. Dentro de la bolsa podíamos encontrar dos kilos de bananas, tres peras y cinco manzanas. Al llegar a casa Chuang, se dio cuenta que una de las manzanas estaba podrida; así que decidió ir a devolverla. Ya en la verdulería se dio cuenta de que estaba cerrada, llegando a la conclusión de tirar la manzana a la basura. Antes de hacer la acción, una oruga sale de está diciendo:“¿Por qué arrojas nuestra casa?” A lo que Tzu respondió: “¿Desde cuándo las mariposas hablan?” Luego de un largo día el joven se acostó y durmió durante horas y horas… En la mañana siguiente, Chuang se sintió más libre que nunca, por primera vez había salido de su capullo y podía volar libremente por toda la ciudad, visitó la casa de su vecino, la verdulería, su trabajo, la casa de su madre y muchas cosas más. Nuevamente el día finalizó como normalmente lo hacía, Chuang llegó a su casa y se durmió. Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu. Martín CM., Ale F. y Marcos F.

Abrió la puerta, por fin estaba en su casa, pero ya no era lo mismo, se notaba su ausencia en el lugar. Su habitación estaba vacía, pero sentía que él seguía ahí; la recorrió con la mirada triste, esperando encontrarlo, pero no fue así. Necesitaba salir a despejarse, todavía no lo asimilaba y se negaba a hacerlo. Para recordarlo un poco más eligió su gusto de helado favorito. Recorrió las canchas donde él solía jugar, buscándolo. No podía superarlo, lo sentía en todos lados, como si él todavía estuviera allí. Al llegar a la casa encuentra las luces de su habitación prendidas. Asustada, observa la habitación, cuando de repente escuchó picar una pelota en el patio. Sale a ver qué había pasado, y ahí estaba, la pelota picando. Transcurrieron varias semanas, en donde lo sentía, oía y hasta creyó verlo. Sabía que debía buscarlo y hablarle por última vez. Y así lo hizo: fue al cementerio, a ese lugar tan frío y solitario, al que acostumbraba ir en cada aniversario de su muerte. Hasta que lo vio, su hijo, parado al lado de su tumba, se acercó y le dijo “quédate” y al fin pudo tocarlo. Manu B., Cata B. y Coty M.

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta. La chica inmediatamente baja las escaleras para responder al llamado, gira y abre la manija de la puerta. Se levanta nuevamente al escuchar por segunda vez el llamado de la puerta, aunque sintió un extraño déjà vu, no dudó en bajar, giró la manija y abrió la puerta Al abrir la puerta, ve que no hay nadie pero un destello la segó y se volvió a despertar en la silla, con el llamado a la puerta. Ante la repetida situación, la mujer empezó a tomar conciencia de lo que sucedía. Bajó otra vez las escaleras, se acercó a la puerta y esta vez dudó en abrirla, no atendió el llamado, pero al no responder, los golpes que llamaban a la puerta empezaron a retumbar más fuerte, más veces, con más intensidad, hasta tal punto de que parecía que la puerta se iba a romper. La mujer quedó paralizada, ¿Quién era el que llamaba a la puerta? En su cabeza, voces le empezaron a susurrar, “Abre la puerta, abre la puerta”. La mujer estaba desesperada, aterrorizada, pero decidió hacerle caso a sus voces y abrió la puerta. Abrió los ojos, se encontraba sentada en su silla, un golpe llamó a la puerta. La mujer esta vez quiere cambiar esta “pesadilla”, se esconde bajo su cama y tapa su habitación. El llamado no cesó, los golpes rumbaban la casa, las voces esta vez parecían gritos y los pisos se resquebrajaban. A pesar de esto, la mujer siguió con su convicción de cambiar el destino del llamado de la puerta. Los golpes llegaron hasta la puerta de su habitación, los gritos de las voces eran tan insoportables que taparse los oídos no era suficiente. La mujer estaba a punto de perder la cordura, pero en un último intento desesperado y sin saber qué hacer, decidió gritar: “¿Quién llama a la puerta?”. La mujer despertó en su cama, era un día soleado, las aves cantaban como de costumbre y sol resplandecía su habitación, se sintió tan aliviada y feliz que no pudo soportar el llanto de felicidad ante pasar por tal “pesadilla”. Abrió su ventana y vio a su vecina regar su jardín, bajó las escaleras rápidamente y abrió aquella puerta, pero esta vez al abrirla la encandilaron los rayos del acalorado día de sol. Quiso llamar a su familia para contarles lo sucedido, pero no parecían responder. Aunque sintió un gran alivio, no pudo evitar sentirse agotada y decidió tomar una siesta para después retomar su rutina diaria. Se levantó de su cama, eran horas de madrugada, tenía sed y bajó las escaleras para servirse un vaso de agua, agarró su vaso lleno y subió las escaleras para volver a descansar. Al subir los escalones, un golpe llama a la puerta. Tiago C., Axel H., Franco M. y Santiago B.

El señor y la señora López vivían en una vieja casa del centro de Córdoba; una de esas cuyos techos son gigantes y hay mil lámparas colgantes. La señora se encontraba limpiando una de las mamparas cuando el trágico accidente tuvo lugar. Lo único que el señor López llegó a oír fue el estruendo del vidrio y los gritos de su querida amada. Desde el momento en que corrió en su auxilio doña López ya no era la misma. Al lado de su cuerpo lleno de sangre y heridas, levitaba un alma disfrazada con sábanas blancas. Era tan pálida y transparente como un papel, pero tenía la misma profundidad en su mirada característica de la difunta mujer. Aquel espectro, que don López creyó que era obra de su imaginación, lo siguió hasta el día de su muerte. Lo acompañó hasta el hospital cuando llevó el cuerpo, estuvo a su lado cuando declararon a la señora muerta, lo acompañó hasta su casa de nuevo, e incluso permaneció allí en el entierro. Meses después de lo sucedido, aún seguía viendo a su amada en forma de fantasma por la casa. Ella se sentaba en el mismo sillón que solía hacerlo cuando estaba viva, y dejaba la misma marca en él con su forma tan habitual. Cuando dormían casi que podía sentir sus caricias muy levemente en la espalda y a veces lograba distinguir su perfume. Era como vivir en la agonía de tenerla sin poder tocarla, sin poder besarla, sin poder vivir. Sin embargo, el amor entre ellos no había cambiado. Las conversaciones eran igual de interesantes y el tiempo juntos se había duplicado. El señor López sentía a su esposa aún más viva que antes por momentos, pero el dolor llegaba cuando se percataba que su piel había perdido color y que ahora le era imposible tomar su mano. Desesperado y atormentado por su propio corazón deseante de abrazarla, se dirigió el balcón. Mirándola a los ojos pronunció lentamente la palabra “quédate”, fue casi un susurro, casi imperceptible para cualquiera. Y cuando creyó que todo en su vida ya había terminado, que el abismo en que caía era simplemente inevitable, la tocó. Finalmente pudieron amarse en la plenitud de todos sus sentidos, efectuando el toque de queda que los unió nuevamente y los encontró en el paraíso. Benja B., Lucía M. y Valentín P.

Era una tarde como cualquier otra, una mujer estaba en su casa sola tomando un té como cotidianamente realizaba todas sus tardes luego de haber vuelto de Irak. Al instante, empieza a oler una peste sin sentido alguno, ver luz, tiros, bombas, armas, granadas, tanques de guerra; gente sin brazos, ojos, piernas, toda gente muy grave. Luego de varias horas sin salir de su escondite observó que sus compañeros habían muerto y sus contrincantes también, ya sea por la misma guerra y sus heridas o por las distintas enfermedades de esa época. Se veía sola sin nadie a su alrededor: era un hecho que estaban todos muertos, sin vida. Escuchó el golpe a una puerta, camillas moviéndose, monitores cardíacos, alarmas, equipos médicos, sistemas de ventilación. Abrió los ojos y era la doctora tocando la puerta para entrar a dar la información del caso. Lo primero que preguntó la mujer fue qué le pasó y contó lo que recordaba. La doctora respondió que por los estudios médicos y la guerra estaba sufriendo de trastorno por estrés postraumático y por esas razones ella empezó a palpitar, ver una luz y alucinar sobre sucesos de Irak, por este trastorno cayó desmayada. Ella nunca estuvo sola, de un cerrar y abrir de ojos vio nuevamente la luz, al segundo vio la puerta, verde y de hierro. Giró a ver su alrededor y estaba en el refugio de Irak, sola una vez más. Sofi E. y Cande BM.

Fue una mañana muy confusa, cuando al despertar me sentía más rara de lo normal… Tuve un extraño sueño de haber estado volando por unos prados y posando sobre una y otra flor que cada vez llamaban más mi atención. Desperté de repente y mi cama estaba rodeada de seda, no le di importancia y seguí con mi día. Luego de desayunar, salí afuera porque el día estaba muy lindo, fui al parque y recolecté flores, no solo sentía una conexión especial con ellas sino con la naturaleza que las rodeaba, con el pasto, los árboles, con el aroma de la tierra fresca; era un sentimiento mágico. La brisa de primavera me alegró completamente el día, mi cabello se movía con ella y me hacía sentir que volaba. Más tarde volví a casa y decidí tomar una siesta sobre la extraña seda que había quedado de la noche anterior en mi cama, empecé a cerrar los ojos, sentí una extraña sensación de que mi cuerpo no era el mismo; algo me estaba pasando, pero no lograba comprender qué. Me desperté envuelta en la seda, en lo que parecía ser un capullo; ya no sentía mis brazos y ya no me podía mover igual que antes. Intenté liberarme y cuando lo conseguí mi mente ignoraba si era una humana soñando que era una mariposa o si era una mariposa soñando que era humana. Fran C., Delfi A., Fede S. y Guille DG.

Yo sabía que me estaba escuchando, entonces le pedí que se quedara en casa mientras yo compraba pan para la cena. Estaba bastante nervioso por pedirle que fuera mi esposa, pero ya era tiempo de casarnos. Sabía que quería hacerlo antes de la llegada de nuestro hijo. Cuando cerré la puerta de casa sentí cómo los vecinos me miraban de una forma extraña, casi como si sintieran pena por mí. Fui caminando a la tienda donde siempre compramos, y allí me encontré con una gran sorpresa. Don Juan parecía muy angustiado y hasta asombrado por verme allí, lo que era extraño considerando que compro en su tienda regularmente. Escuché algunos susurros entre los pasillos, eran dos vecinas mirándome mientras me señalaban. Al dirigirme a la caja, escuché que Juan me dice: -¿Cómo está usted, Ignacio? ¿Cómo está lidiando con su ausencia? A lo que le respondí un poco confundido: - Me encuentro muy bien, ¿pero a qué se refiere con ausencia? ¿De qué está hablando? Juan me miró con dolor en sus ojos y dijo en voz baja: -Está bien si no quiere hablar del tema. Su partida fue hace apenas unos días. Su prometida era una mujer muy querida por el pueblo. ¿Partida? ¿Mi prometida? No lograba entender lo que escuchaba. Le tiré un par de billetes por el pan sin siquiera fijarme cuánto. Me puse tan nervioso que tomé la bolsa y salí corriendo lo más rápido que pude. Odiaba pensar en la idea de que algo malo podía pasarle a Isabella. Pero, ¿por qué don Juan me diría esas cosas? Yo sabía que mi mujer estaba esperándome en casa. Supuse que la edad estaba afectando al viejo panadero y que estaba imaginando cosas, no había otra explicación. De camino a casa tuve una charla con la muerte y le pregunté si era verdad que se la había llevado, pero su respuesta no era lo que quería escuchar. Entonces decidí volver a casa para comprobarlo con mis propios ojos. Al abrir la puerta sentí el alivio de verla y escuchar su voz diciéndome: -Aquí estoy, mi amor, como siempre y para siempre. Marti C., Agus DP., Meli M. y Juli ZD.

Beto y sus amigos estaban tranquilísimamente jugando a la guerra con piedras bastante grandes, era de noche, se distrajo porque vio un ojo naranja entre árboles y una piedra a gran velocidad le golpeó la cabeza, cayó al piso inconsciente. Sus ojos se abrían lentamente y conforme se levantaba sentía su cuerpo extraño. Al terminar de levantarse vio su cuerpo, era velludo y más musculoso que lo normal, estaba vestido con una piel en la espalda y un taparrabos cubriendo sus partes íntimas. Sentía sed y miró a su alrededor para encontrar un lago, encontró un manantial, fue y bebió hasta saciar su sed. Al terminar de beber, fijó su vista hacia el frente y entre las hiervas y los árboles, en la oscuridad, vio a esos mismos ojos anaranjados con los que soñó. Después de un tiempo de mirarse mutuamente la flora empezó a sacudirse, el piso tembló, y los ojos anaranjados empezaron a ascender de los árboles. Surgió un amenazante reptil de proporciones gigantescas y Beto, dominado por el miedo, empezó a correr hacia las profundidades de la selva. Luego de unos minutos el gran reptil comenzó a caminar y lentamente se acercaba más a Beto. Él corría lo más rápido que podía, pero no era suficiente. Buscaba esquivar los obstáculos en su camino, podía escuchar los latidos de su corazón yendo a un ritmo vertiginoso y sentía la adrenalina corriendo en sus venas. Su mente pensaba en una sola cosa, escapar. Después de un largo rato corriendo su cuerpo no dio más, se tropezó con una piedra y cayó al piso. El reptil llegó. El miedo paralizó las habilidades de Beto. El gran reptil al ver a su presa caída lo agarró de las piernas con sus dientes y con el mínimo esfuerzo devoró sus piernas. Beto cerró sus ojos por el dolor. De repente abrió los ojos y vio que se encontraba en un hospital. La habitación estaba en oscuras, quería mover sus piernas, pero no las sentía. Acostado en la cama miró hacia adelante y podía ver los mismos ojos anaranjados del aquel reptil. El reptil seguía ahí. Juan Matías C., Ema C., Facu S. y Pedro M.

Al sur de Argentina, específicamente en la Patagonia, en el campo, habita un viejo granjero. Hace unos años se hizo con unos terrenos en la zona por herencia familiar. Decidió mudarse allí para disfrutar de la naturaleza y la tranquilidad visitando cada tanto alguna ciudad en busca de lo que le sea necesario. Su rutina y deberes son algo simple: cultiva soja, cuida de su ganado y cada tanto monta su caballo para dar un pequeño paseo, como es el caso de ahora. Una fría noche el granjero decide salir a pasear a lomos de su caballo y, de paso, controlar parte de su ganado. Cuando se dirige al corral ve a las vacas algo alteradas, entonces entra a ver qué sucede y encuentra el cuerpo de una de sus vacas en el suelo, muerta, destrozada, con el estómago abierto. Había sido arrastrada por varios metros del corral. Pudo ser un animal, aunque en el lugar no hay un animal que pudiera hacer algo así. El señor quedó paralizado, sus piernas temblaban y su piel se tornaba pálida, su mente tarda en procesar la sangrienta imagen. Rápido montó su caballo y salió del lugar, entró a su casa velozmente sin dejar de pensar qué pudo haber hecho esto: los depredadores de la zona no se caracterizaban por ir en busca de vacas como presa o ser sumamente feroces ya que en la zona en la que él vivía nunca se había dado la presencia de pumas. De repente el hombre escuchó unas pisadas afuera de su casa, eran fuertes y lentas, como si lo que sea que hubiera fuese sumamente pesado. Él tomó su escopeta y amagó salir; sin embargo, el miedo lo hizo retroceder. Se asomó por una ventana y no vio nada; hasta que algo empieza a forcejear su puerta y el granjero se escondió bajo una mesa y gritó: - ¿Quién anda ahí? Lárguese ahora, estoy armado - y soltó un disparo. Sin embargo, los golpes no cesaron, uno tras otro y el miedo provoca una caída de la presión del señor y se desmaya. Y se despierta sudando en la cama, pensando y alegrándose de haber sido una simple pesadilla, se levanta de la cama y, de camino al baño, escucha las pesadas pisadas. Lucio DP. y Juliana S.

Allí está ella, sentada en un sillón. Pensando en todo lo que había ocurrido, desolada. Alejada de toda fuente de vida. Tal vez era culpa de ella o tal vez fue fruto del destino. Pero la realidad era una, ella se hallaba sentada en un sillón en medio de un cementerio. O así lo sentía. Sorprendente, porque ese cementerio era su casa, con su propio aspecto familiar y hogareño. Así era, su propia casa se sentía un cementerio, teñida de sangre y penurias crónicas. No era su intención, no era. Se lo repetía una y otra vez en su cabeza para calmar su dolor, aunque este era infinito. Era contradictorio, se sentía apuñalada después de haber apuñalado. Un poco redundante. Pero quién entiende al corazón, a los sentimientos. Son un misterio sin fin. Como el amor que sentía por su marido, a quien había asesinado minutos antes. Ella lo amaba, pero también se amaba a sí misma. Este sentimiento la había llevado a defenderse, pero nunca con el objetivo de la muerte. Así había sido. Creyó que era otro de sus ataques cotidianos. Y eso era, solo que esta vez todo sonaba más oscuro, más atemorizante. Cuando él se acercó, instintivamente ella dio un paso atrás, lo que no fue suficiente para alejarla del destino. Él se siguió acercando, como siempre, tambaleando por culpa del alcohol. Cuando se vio a una distancia favorable, él lanzó su mano con la palma abierta acompañada de una velocidad fulminante y un desequilibrio notable. Ella, al verlo venir, se agachó y lo esquivó pasando por debajo de su brazo, chocando la rodilla de ese hombre, al que ya no podía nombrar amado. Al recibir el contacto él cayó al suelo, chocando su cabeza con la punta de una encimera. Quién diría que tal objeto de decoración cuyo fin era darle vida al hogar podría convertirse en un instrumento de asesinato. Los giros espeluznantes que tiene la vida. Y así fue. Así fue como ahora se encontraba sentada en ese sillón, atónita. Deseando que todo hubiera sido una simple pesadilla, que de simple no tenía nada. Rogaba por poder escapar de ahí, mientras no podía olvidarse del cuerpo sin vida de su esposo. Se sentía sola, como si todos los seres del mundo hubieran muerto. Allí estaba ella. Y de repente, golpean la puerta. Lucía DM., Sofi P. y Nico RD.

¡MUCHAS GRACIAS!

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