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Su cabello tenía exactamente el color de las zanahorias y estaba recogido en dos trenzas que se levantaban en su cabeza, tiesas como palos. La nariz tenía la misma forma que una diminuta patata y estaba sembrada de pecas. Su boca era grande y tenía unos dientes blanquísimos y sanos. Su vestido era verdaderamente singular. Ella misma se lo había confeccionado. Era de un amarillo muy bonito, pero como le había faltado tela, era demasiado corto, y por debajo le asomaban unas calzas azules con puntos blancos. En las piernas, largas y delgadas, llevaba un par de medias no menos largas, una negra y otra de color castaño. Calzaba unos zapatos negros que eran exactamente el doble de grandes que sus pies. Su padre se los había comprado en América del Sur, teniendo en cuenta que los piececitos de la niña pudieran ir creciendo dentro de ellos. Pero lo que más hizo abrir de par en par los ojos a Tommy y a Annika fue el mono que iba sentado en el hombro de aquella niña desconocida. Era pequeño y tenía un rabo larguísimo. Llevaba unos pantalones azules, una chaqueta amarilla y un sombrero de paja blanco.