de H. G. Wells
La máquina del tiempo
El cielo ya no era azul. Hacia el noreste era de un negro profundo, y en aquella oscuridad brillaban intensa y continuamente las pálidas estrellas. Sobre mi cabeza, el firmamento era de un rojizo oscuro sin estrellas, y al sudeste se hacía cada vez más claro, hasta llegar a un escarlata furioso en el que, cortado por el horizonte, se asentaba la enorme cáscara del sol, roja e inmóvil. Las rocas a mi alrededor eran de un áspero color rojizo, y el único rastro de vida que pude advertir al principio fue el de la vegetación intensamente verde que cubría toda la superficie de la zona sudeste. Era ese verde intenso que tienen el musgo de los bosques o el liquen de las cuevas: plantas que, como estas, crecen en un crepúsculo perpetuo.




