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Al poco tiempo, la luz vuelve, enrojeciendo primero el filamento, que durante unos segundos parece he­cho como de venidas de sangre, y un resplandor in­tenso se extiende, de repente, por la cocina. La luz es más fuerte y más blanca que nunca y los paquetillos, las tazas, los platos que hay sobre el vasar, se ven con mayor precisión, como si hubieran engordado, como si estuvieran recién hechos. -Está todo muy bonito, Filo. -Limpio... -¡Ya lo creo! Martín pasea su vista con curiosidad por la co­cina, como si no la conociera. Después se levanta y coge su sombrero. La colilla la apagó en la pila de fre­gar y la tiró después, con mucho cuidado, en la lata de la basura. -Bueno, Filo; muchas gracias, me voy ya. -Adiós, hijo, de nada; yo bien quisiera darte algo más... Ese huevo lo tenía para mí, me dijo el médico que tomara dos huevos al día. -¡Vaya! -¡Déjalo, no te preocupes! A ti te hace tanta falta como a mí. Verdaderamente. -Qué tiempos, ¿verdad, Martín? -Sí, Filo, ¡qué tiempos! Pero ya se arreglarán las cosas, tarde o temprano.- ¿Tú crees? -No lo dudes. Es algo fatal, algo incontenible, algo que tiene la fuerza de las mareas. Martín va hacia la puerta y cambia de voz. -En fin... ¿Y Petrita? -¿Ya estás? -No, mujer, era para decirle adiós. -Déjala. Está con los dos peques, que tienen miedo; no los deja hasta que se duermen. La Filo sonríe, para añadir: -Yo, a veces, también tengo miedo, me imagino que me voy a quedar muerta de repente... Al bajar la escalera, Martín se cruza con su cu­ñado que sube en el ascensor. Don Roberto va leyendo el periódico. A Martín le dan ganas de abrirle una puerta y dejarlo entre dos pisos.

El gitanito, a la luz de un farol, cuenta un motón de calderilla. El día no se le dio mal: ha reunido, can­tando desde la una de la tarde hasta las once de la no­che, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de cal­derilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar; los bares andan siempre mal de cambios. El gitanito cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle Preciados, ba­jando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte. El gitanito se sienta, llama al mozo, le da las tres veinte y espera a que le sirvan. Después de cenar sigue cantando, hasta las dos, por la calle de Echegaray, y después procura coger el tope del último tranvía. El gitanillo, creo que ya lo di­jimos, debe andar por los seis años.

La dueña llama al encargado. El encargado se llama López, Consorcio López, y es natural de Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, un pueblo grande y hermoso y de mucha riqueza. López es un hombre joven, guapo, incluso atildado, que tiene las manos grandes y la frente estrecha. Es un poco haragán y los malos humores de doña Rosa se los pasa por la entrepierna. "A esta tía -suele decir- lo mejor es dejarla hablar; ella sola se para." Consorcio López es un filósofo práctico; la verdad es que su filosofia le da buen resultado. Una vez, en Tomelloso, poco antes de venirse para Madrid, diez o doce años atrás, el hermano de una novia que tuvo, con la que no quiso casar después de hacerle dos gemelos, le dijo: "O te casas con la Marujita o te los corto donde te encuentre". Consorcio, como no quería casarse ni tampoco quedar capón, cogió el tren y se metió en Madrid; la cosa debió irse poco a poco olvidando porque la verdad es que no volvieron a meterse con él. Consorcio llevaba siempre en la cartera dos fotos de s gemelitos: una, de meses aún, desnuditos encima de un cojin, y otra de cuando hicieron la primera comunión, que había mandado su antigua novia, Maruja Ranero, entonces ya señora de Gutiérrez.Doña Rosa, como decimos, llamó al encargado.-¡López!-Voy, señorita.-¿Cómo andamos de vermú?-Bien, por ahora bien.-¿Y de anís?-Así, así. Hay algunos que ya van faltando.-¡Pues que beban de otro! Ahora no estoy para meterme en gastos, no me da la gana. ¡Pues anda con las exigencias! Oye, ¿has comprado eso?-¿El azúcar?-Sí.-Si; mañana lo van a traer.-¿A catorce cincuenta, por fin?-Sí; querían a quince, pero quedamos en que, por junto, bajarían esos dos reales.-Bueno, ya sabes: bolsita y no repite ni Dios. ¿Estamos?-Si, señorita.

Martín Marco se para ante los escaparates de una tienda de lavabos que hay en la calle de Sagasta. La tienda luce como una joyería o como la peluquería de un gran hotel, y los lavabos parecen lavabos del otro mundo, lavabos del Paraíso, con sus grifos relucientes, sus lozas tersas y sus nítidos, purísimos espejos. Hay lavabos blancos, lavabos, de todos los colores. ¡También es ocurrencia! Hay baños que lucen hermosos como pulseras de brillantes, bidets con un cuadro de mandos como el de un automóvil, lujosos retretes de dos tapas y de ventrudas, elegantes cisternas bajas donde seguramente se puede apoyar el codo, se pueden incluso colocar algunos libros bien seleccionados, encuadernados con belleza: Hólderlin, Keats, Valéry, para, los casos en que el estreñimiento precisa de compañía; Rubén, Mallarmé, sobre todo Mallarmé para las descomposiciones de vientre. ¡Qué porquería! Martín Marco sonríe, como perdonándose, y se aparta del escaparate. La vida piensa es todo. Con lo que unos se gastan para hacer sus necesidades a gusto, otros tendríamos para comer un año. ¡Está bueno! Las guerras deberían hacerse para que haya menos gentes que hagan sus necesidades a gusto y pueda comer el resto un poco mejor. Lo malo es que, cualquiera sabe por qué, los intelectuales seguimos comiendo mal y haciendo nuestras cosas en los Cafés. ¡Vaya por Dios! A Martín Marco le preocupa el problema social. No tiene ideas muy claras sobre nada, pero le preocupa el problema social. Eso de que haya pobres y ricos, dice a veces, está mal; es mejor que seamos todos iguales, ni muy pobres ni muy ricos, todos un término medio. A la Humanidad hay que reformarla. Debería nombrarse una comisión de sabios que se encargase de modificar la Humanidad. Al principio se ocuparían de pequeñas cosas, enseñar el sistema métrico decimal a la gente, por ejemplo, y después cuando se fuesen calentando, empezarían con las cosas más importantes y podrían hasta ordenar que se tirara abajo las ciudades para hacerlas otra vez, todas iguales, con las calles bien rectas y calefacción en todas las casas. Resultaría un poco caro, pero en los Bancos tiene que haber cuartos de sobra. Una bocanada de frío cae por la calle de Manuel Silvela y a Martín le asalta la duda de que va pensando tonterías. - ¡Caray con los lavabitos! Al cruzar la calzada un ciclista lo tiene que apartar de un empujón. - ¡Pasmado, que parece que estás en libertad vigilada! A Martín le subió la sangre a la cabeza. - ¡Oiga, oiga! El ciclista volvió la cabeza y le dijo adiós con la mano.

-Ande, largo.-Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.-Nada. Vayase por ahi. Aquí no lo queremos ver más.El camarero procura poner voz seria, voz de respeto. Tiene un marcado deje gallego que quita violencia, autoridad, a sus palabras, que tiñe de dulzor su seriedad. A los hombres blandos, cuando desde fuera se les empuja a la acritud, les tiembla un poquito el labio de arriba; parece como si se lo rozara una mosca invisible.-Si quiere, le dejo el libro.-No; lléveselo.Martín Marco, paliducho, desmedrado, con el pantalón desflecado y la americana raída, se despide del camarero llevándose la mano al ala de su triste y mugriento sombrero gris.-Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.-Nada. Vayase por ahí. Aquí no vuelva a arrimar. Martín Marco mira para el camarero; quisiera decir algo hermoso.-En mí tiene usted un amigo.-Bueno.-Yo sabré corresponder.