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Cada kilo pesa más en la conciencia que en el cuerpo

Este es el dramático relato de una persona obesa que ha hecho múltiples esfuerzos por adelgazar y que, aunque está consciente de su enfermedad, hoy pesa 120 kilos.

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La mejor forma de comenzar a escribir sobre mi obesidad tal vez sea mencionando el hecho de que, contrario a lo que podría pensarse, cada kilo pesa más en la conciencia que en el cuerpo. Es más, el aumento de peso suele ser imperceptible hasta que alguien que ha dejado de verte algún tiempo alimenta su baja moral, producto de sus propios defectos físicos, diciendo alguna de aquellas estúpidas pero cotidianas frases a través de las cuales resalta dicho aumento de peso. Con ello ignora todos y cada uno de los esfuerzos realizados por bajar o al menos no seguir engordando, un drama que es mío y que a continuación les voy a relatar. A mis 22 años y con mi cerebro a escasos 1,67 cm de altura del piso donde se encontraba mi autoestima, alguien en mi trabajo me dijo por primera vez: “Oye, te está saliendo pancita” … y pensé ... “nunca había pensado en eso” … miré mi abdomen, lo palpé, mientras la báscula me decía que tenía 75 razones de peso para dar validez a dicho comentario. A la semana siguiente, esa misma persona en mi oficina dijo: “Tienes que cuidarte porque cuando menos lo pienses vas a estar más gordo”, y luego pensé, wow, si me lo está diciendo es por algo. Varias semanas después, esa misma persona había logrado que le comprara un número indeterminado de “batidos” y “suplementos”, los cuales se convirtieron en el inicio de mi desorden dietario; luego de un par de semanas y pesando 72 kilos, decidí retomar mis hábitos alimenticios tradicionales, lo que desencadenó un efecto rebote por el cual llegué a los 85 kilos. Esto hizo que quisiera volver a consumir dichos productos por unas semanas más y así logré bajar a los 75 kilos iniciales, pero al suspenderlos de nuevo, el efecto rebote empeoró: subí a 90 kilos y, ahora sí, con un problema de sobrepeso real. De ahí en adelante, en su orden más estricto, han sido años de auriculoterapias, temporadas de ejercicio excesivo de forma intermitente, dietas caseras, tratamientos médicos de “nutricionistas” que te entregan una fotocopia borrosa con una “dieta”, la misma que le dan a todo el mundo en la EPS; eso sin mencionar las no se cuántas categorías de productos alimenticios etiquetados como “cero azúcar”, “bajo en grasa”, “libre de fructosa”, “no gluten” y los nunca bien ponderados meses de gimnasio puntualmente pagados, pero ocasionalmente consumidos. Dentro de mis intentos más recientes, motivados por la crisis de los 40, han estado la compra de una elíptica —se vuelve casi tan tormentosa como el amigo espejo al que trato de ignorar cada vez que paso enfrente de uno—; así mismo la megalipólisis láser, que me llevó a vender mi carro para pagarla, pues además de costosa, viene acompañada de inyecciones, medicamentos, fajas, y sesiones en cámaras hiperbáricas que mi bolsillo aguantó apenas por un semestre. Hoy, a mis 43 años de edad, con mi autoestima a la altura de mi cerebro y con una gran experiencia en el tema, me veo enfrentado ya no a comentarios directos, pero sí a susurros y observaciones a mis espaldas acerca de mis 120 kilos de peso, (10 de estos gracias a la pandemia), mi hipertensión y condiciones predisponentes o de comorbilidad como se les denomina actualmente. Sí, sí, lo sé; sé que mi relato está lleno de “excusas” y un poco de autocompasión, pero es así como se ve y se siente desde el interior de personas como yo, a las cuales nos ha tocado lidiar con este tipo de situaciones, que, muy seguramente, serían más fáciles de resolver si tuviéramos una formación u orientación que se encargara de hacernos ver que el problema debe ser atacado desde la cabeza; tal vez por esto pesa más en la conciencia, porque es allí donde finalmente se toman las decisiones de cada día acerca de lo que comes, de cuánto comes, de cuándo comes, de si te ejercitas o no, o si es un asunto de aceptación o resignación.