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Transcript

No entiendo el desprecio de los escritores por los llamados libros de autoayuda; al fin y al cabo, todo buen libro nos ayuda a algo: a no sentirnos sometidos, a vivir de forma menos distraída, con suerte a entender alguna cosa, o simplemente a pasar el rato; si no nos ayudaran los libros (o si no nos hiciéramos la ilusión de que nos ayudan), ¿para qué los leeríamos? Miento. En realidad entiendo muy bien el desprecio de los escritores por los libros de autoayuda: primero, por la envidia que nos da que sus autores suelan forrarse escribiéndolos; y segundo porque, igual que el énfasis en la verdad delata al mentiroso, el énfasis en lo que ayuda delata a lo que estorba. Sea como sea, si alguna vez soy capaz de escribir un libro de autoayuda, escribiré una apología de la siesta. Ya lo sé: para muchos la siesta sigue siendo una costumbre bárbara y ancestral, un privilegio inútil de gente ociosa. Nada más lejos de la verdad, aunque yo también tardé mucho tiempo en entenderlo. De niño no me explicaba por qué en casa, después de comer, mis padres declaraban la noche en pleno día y cerraban la barraca, como si de golpe se hubieran cansado de estar vivos. Más tarde, cuando era joven, feliz e indocumentado, la siesta se convirtió para mí en la quintaesencia cochambrosa de lo español (…) Tuve que vivir en Estados Unidos para descubrir la siesta; por supuesto, no lo hice porque allí la duerman, sino precisamente porque no la duermen: por espíritu de contradicción. Fue entonces cuando descubrí la verdad, y es que no se duerme la siesta por ganas de vivir menos, sino de vivir más: quien no duerme la siesta sólo vive un día al día; quien la duerme, por lo menos dos: despertarse es siempre empezar de nuevo, así que hay un día antes de la siesta y otro después (…) Pero mi libro de autoayuda no se limitará a ensalzar las virtudes prácticas de la siesta; ante todo, será una vindicación moral de la siesta, una defensa de la siesta como forma de insumisión, como manifiesto intransigente de rebeldía: igual que Lucifer, el ángel rebelde, el héroe absoluto del espíritu de contradicción, quien cierra la barraca en horario laboral dice No a todos y a todo (por decirlo de forma menos distinguida: manda a la mierda el mundo en pleno día). Ese ínfimo corte de mangas cotidiano quizá no cambie las cosas, pero produce un placer indescriptible. Ya lo verán; ya lo estoy viendo: me voy a forrar. Javier Cercas, Tremenda apología de la siesta, en El País

Si tu apellido se encuentra entre la A y la D, entra en la MONTAÑA. Si tu apellido se encuentra entre la E y la M, entra en CAMPANA Si tu apellido se encuentra entre la N y la Z entra en ESTRELLA En todos estos textos nos encontramos con artículos perfectamente aptos a sus destinatarios y su contexto, defienden desde la experiencia sus ideas y apelan a aspectos con los que la sociedad está sensibilizada, como la educación o la eutanasia. Lo hace con un lenguaje formal pero accesible, en uno de ellos el tono humorístico rebaja la intensidad de los argumentos. Tenéis que descubrir si son artículos con modalidad textual pura o están a medio camino entre el texto argumentativo y el expositivo. Los autores reflexionan, con estilo propio y perspectivas únicas y diferentes, sobre actualidad, aportando su propio punto de vista. Pretenden informar y hacer reflexionar a los lectores, guiados por los juicios valorativos de la voz autorial.

Esta semana he tenido el corazón dividido entre Roi y Ana War. Me cautiva la humildad del primero y la fuerza de la segunda. Sí, lo confieso: soy uno de los millones de espectadores a quienes ha sorprendido, para bien, la nueva edición de OT y que disfruta cada semana con la espontaneidad de su presentador, el buen hacer de sus profesores o el carisma de sus concursantes. Sin embargo, me enervan las comparaciones triviales que se hacen entre la realidad en aquella Academia -nombre que no deja de encubrir un espacio televisivo- y nuestras aulas. Hoy mismo leía que “los profesores de instituto deberían aprender de los profesores de OT” y, ante semejante símil, no sabría ni por dónde empezar a desglosar las diferencias. Se podría comenzar porque aquellos profesores solo imparten una materia y nivel, mientras que en los institutos cada docente imparte unas cuantas materias y niveles. O porque allí tienen solo un grupo de 16 alumnos (y decreciente: cada semana, uno menos) mientras que un profesor de instituto tiene una media de 150 a 200 alumnos cada curso. O porque en “la Academia” los alumnos son elegidos en un casting mientras que en los institutos intentamos dar respuesta a la educación como un derecho universal, inclusivo y que atienda a la diversidad. O porque allí el objetivo es eliminar y seleccionar solo a uno cuando la meta de la educación ha de ser integrar y rechazar cualquier forma de segregación. O porque poco tienen que ver las circunstancias de un adolescente de 2º o 3º de la ESO (13-14 años) con las de un joven de veinte. O porque en esa Academia no hay problema socioeconómico alguno frente a las diversas realidades familiares que vemos en los institutos. O porque allí hay un equipo de psicólogos para 16 alumnos mientras que nosotros apenas contamos con un orientador para todos los estudiantes del centro. Pero más allá de las obvias diferencias (sumen cuantas quieran: hay más), me preocupa que caigamos siempre en la banalización cuando hablamos del hecho educativo. Convertir OT, por mucho que nos guste, en paradigma de la educación es el equivalente a proponer a Mr. Wonderful como paradigma de la filosofía contemporánea. Resulta cómodo creer que nuestras aulas son espacios habitados por jóvenes con familias que los apoyan, en condiciones económicas solventes y que llegan allí voluntariamente y dispuestos a vivir la experiencia de su vida. Se nos olvida que nuestros alumnos son adolescentes que proceden de realidades mucho más complejas, que su asistencia al aula es obligatoria y que su trabajo diario no les va a hacer ganar miles de seguidores en sus redes sociales. Convencerles de que su esfuerzo merece la pena es algo más complicado cuando, en una sociedad tan materialista y exhibicionista como la nuestra, su premio no es aparecer en prime time, ni asistir a una firma multitudinaria, ni grabar un disco. Y eso sin hablar de la situaciones de machismo, racismo, LGTBfobia o bullying que trabajamos a diario en el aula y que, según nos gustaría creer cuando vemos OT, ya están superadas. El formato nos ayuda a visibilizar -bravo por ello-, pero no caigamos en el error de generalizar: nada es tan peligroso para la igualdad real como la complacencia. Así pues, como no teníamos bastante con gurús y mitos finlandeses, sumamos también un reality como modelo educativo, porque en este tiempo del tuit y la posverdad, nos asusta -y peor aún, nos cansa- profundizar en el análisis. Para que nuestras aulas sean espacios de futuro, tenemos que dejar a hablar a sus docentes, a sus alumnos, a sus familias. Y ese diálogo tiene que ser profundo y desde la verdad, desde esas aulas reales donde vivimos momentos menos amables que los impecables duetos de Alfred y Amaia o la capacidad de superación de Ana War. Porque si queremos más Alfreds, más Amaias y más Anas es necesario hablar de la realidad. Y dar la palabra, de una vez, a quienes la protagonizan. Mi insti no es OT. Culturamas, 14 de enero de 2018

“Cuando al final de su enfermedad Kafka ya no podía soportar el dolor, le recordó a su amigo, el doctor Klopstock, la promesa que le había hecho de inyectarle una dosis mortal de morfina, y como en el último momento el médico dudara, Kafka le dijo: «Mátame, si no, serás un asesino». Existe el derecho inalienable de morir sin sufrimiento, aunque solo sea para que la crueldad de una larga agonía, que a menudo depara el destino, no destruya la felicidad que uno haya podido vivir a lo largo de los años, porque si a la hora de la muerte tienes sed es como si hubieras estado sediento toda la vida; si mueres resentido, todo tu pasado se llenará de resentimiento en el último instante; si permaneces entubado, aquellos nidos de pájaros que de niño buscabas en los limoneros se hallarán agonizando también dentro del tubo de la UVI; en cambio, si te vas al otro mundo en paz, sin dolor, dulcemente sedado, esa armonía final puede regenerar una existencia terrible o desordenada. Decía una copla popular: oh, santa Ana, dadnos una muerte serena y, sobre todo, con poca cama. Nunca estará de más rezarle a esta patrona de la buena agonía para que en la hora última, cuando ya no haya remedio, nos evite caer en manos de un médico creyente y sádico, que a través del monitor te obligue a apurar las heces del cáliz de la vida sin desperdiciar una sola gota, en cuyo caso te llevarás a la eternidad la sensación de toda una existencia llena de tormentos. El resentimiento se deriva de la convicción de no haber satisfecho los sueños de juventud, de no recibir el reconocimiento que crees merecer, de pensar que la culpa siempre la tienen los demás. Este sentimiento de frustración lo puede experimentar una nación, un gobierno, un político, un artista, un escritor o cualquier ciudadano corriente, y en este caso, quien lo sufre se suele convertir en un ente sumamente peligroso. Del resentimiento se derivan las guerras, las altas traiciones y los navajazos privados. El derecho a morir sin dolor es complementario del derecho a ser feliz y a que se cumplan todos los sueños. Hay que coronarse de placeres, buscar el éxito de las empresas y el triunfo en la vida o tener la sabiduría de resignarse si ese deseo no se cumple, porque solo así puede uno estirar la pata tranquilamente y disolverse en la oscuridad sin más problemas. Al final morir en paz puede exaltar una vida miserable. El absurdo del último dolor inútil e insoportable lo iluminó Kafka con el rayo de su inteligencia. Alargar la agonía es el asesinato.” Manuel Vicent, El País. “Eutanasia”

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