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Las personas que más influyeron en mi vida fueron, sin duda, mis padres. Mi padre nació el 25 de julio de 1754. Su padre, mi abuelo Carlos, es quien construyó el castillo. Fueron 10 hermanos, pero 4 de ellos murieron siendo muy pequeños, y de los 6 restantes mi padre era el mayor, y por tanto el heredero del título de Barón de Trenquelléon y las propiedades que le correspondían. A los 15 años comenzó a servir como paje real, y rápidamente ascendió en la carrera militar. En esta época vivía en París y conocía bien la corte y los círculos en torno a la reina María Antonieta. Este ambiente le proporcionó unas maneras distinguidas y educadas, a la vez que forjó en él un carácter y una voluntad férreas, propias de su condición militar. Cuando mi abuelo murió, mi padre asumió la responsabilidad al frente de la familia y se ocupó de que a sus hermanos no les faltase de nada. Mi tío Francisco, y sus tres hermanas, Catalina Ana, Ana Angélica, María Francisca y Ana Carlota vivían en Trenquelléon y fueron también muy queridas para mí.

Mi madre, Mª Úrsula de Peyronneqc, tenía 24 años cuando se casó con mi padre. La boda fue el 27 de septiembre de 1787 en la capilla episcopal de Mountaban. Los casó el obispo de Malide, tío de mi padre. La familia de mi madre también es de tradición militar. Vivió en París donde su padre era Conde y oficial de los Mosqueteros. Mi abuelo materno murió cuando mi madre sólo tenía 7 años. Entonces mi abuela, con sus tres hijas se marchó a vivir a Figeac a una casa familiar en la región de Lot, en el sur de Francia, a medio camino entre la costa atlántica y mediterránea. Mi madre y mis dos tías crecieron allí, y recibieron una excelente educación y una sólida formación cristiana de su madre. Mi abuela era famosa y querida por sus muchas obras de caridad. Todos los años, por lo menos una vez, yo iba con mi madre a Figeac a visitar a mi abuela.

Mis padres se casaron y continuaron un tiempo viviendo en París, mi padre al servicio de la Guardia Real de Luis XVI. Eran muy queridos y reconocidos en los círculos aristocráticos, sin embargo, decidieron ir a vivir al castillo de Trenquelléon cuando yo iba a nacer. Para mi padre, los sirvientes y trabajadores de sus tierras eran como miembros de la familia, tenía un fuerte sentido de su responsabilidad social. Unas 27 familias vivían en las tierras de Trenquelléon. Prometió dar una dote a cada una de las jóvenes sirvientas que se fuesen a casar, sin embargo las dificultades de la Revolución no le permitieron hacerlo. Cuando murió dejó toda su ropa blanca a su fiel sirviente Brivel. Recuerdo que cuando encontraba a cualquiera de los trabajadores, los saludaba, estrechaba la mano, conversaba con ellos y se interesaba por sus familias. Uno de estos sirvientes, Lannelongue, compró parte de la propiedad cuando fue confiscada por el gobierno, y luego se la devolvió a mi padre.

Mi padre quería a mi madre con veneración, decía de ella que era “la más tierna de las madres y mujer verdaderamente incomparable”. Para mí era una verdadera santa, y también mi padre lo decía. Era notable su preocupación por los pobres y sencillos, con ella visité a todas las familias de los alrededores y tratábamos de aliviar las miserias que padecían, enfermos, sin ropa, sin comida... ¡Cuántas veces mi madre daba lo que ella misma tenía!

De los dos recibí el testimonio de una fe inquebrantable, y un cariño más allá de toda medida que hizo que superáramos las circunstancias más dolorosas y difíciles. Mi vida pudo haber tomado otro rumbo diferente, en un matrimonio que seguramente a ellos les hubiese hecho mucha ilusión, pero siempre agradeceré el respeto y apoyo de mis padres a mi vocación. Puedo asegurar que quien deja todo por Dios, recibe, como dice el evangelio, el ciento por uno.